Santiago Alba Rico, Comité de Apoyo de Attac España. Rebelión.
Lo que queremos, sobre todo, es seguir siendo corteses. El esquema convencional de la cortesía, con independencia de su contenido ceremonial, a veces discutible y a menudo también ridículo, presupone la idea de que cada gesto tiene su tiempo y su lugar, fuera de los cuales nuestros actos resultan improcedentes u obscenos: no se canta en la mesa, no se ríe en la iglesia, no se come en una sala de conciertos (por no hablar de fumar en un quirófano). Esto de los buenos modales puede parecer caprichoso o banal, y desde luego muy antiguo, pero implica una lógica vertebral indisociable de la construcción antropológica. Todas las culturas de la tierra han puesto un gran empeño en ordenar el tiempo y el espacio y lo que llamamos “religión” ha consistido básicamente en una acucia reguladora de ocasiones y de ámbitos: establecer calendarios -distinguir, por ejemplo, entre días festivos y laborables- y delimitar recintos y espacios separados de la pura actividad biológica o privada. Estar educado significa no equivocarse de sitio ni de momento; y la mala educación, por lo tanto, se puede definir como una infracción contra el tiempo y el espacio -en cuanto que condiciones públicas de la sociabilidad.
Pues bien: si la buena educación -la educación en general- es tan difícil en las condiciones del mercado capitalista es porque la forma mercancía no puede generalizarse sin desregular, junto a los intercambios financieros y los contratos laborales, el marco mismo de la sensibilidad social; no puede multiplicarse sin mezclar y fundir todos los momentos y todos los lugares, de manera que nada parezca ya improcedente ni esté fuera de escena. Que la compra-venta, como operación atómico-moral del capitalismo, se extienda de pronto sin horarios y emancipada de recintos específicos -todas las funciones corporales y todos los minutos- implica la imposibilidad radical de la infracción, de la inconsecuencia, de los malos modales. Podemos hacerlo todo en cualquier momento y en cualquier sitio, a condición de que no conservemos ni los momentos ni los sitios.
El problema es que las cosas sólo tienen lugar si tienen un lugar para ello; y el hecho de que ni siquiera puedan ocurrir fuera de lugar -o a destiempo- las excluye de nuestro campo de percepción. Hay cosas que sólo tienen lugar en el silencio. Y aunque se puede imponer silencio a través del terror, durante siglos se ha podido imponer silencio también, aun si de distinta calidad, a través de la simple autoridad espacial: el hospital, el templo, el museo -como el mar y el cuerpo del amado- le dejaban a uno sin voz o sin palabra. En silencio pueden ocurrir muchas cosas -unas buenas y otras malas-, pero el silencio es, en cualquier caso, el lugar donde ocurre el conocimiento, la condición pública del conocimiento. Uno se pone a pensar, completamente a solas en su habitación, e inmediatamente se inscribe en un espacio público; uno se pone a opinar y opinar en medio de una fiesta y enseguida nos quedamos a solas en una habitación cerrada. El lugar específico para la transmisión de silencio público se llama escuela o academia.
El gran problema del conocimiento -de la educación- ha sido siempre, desde Sócrates, el de imponer silencio en la caverna sin recurrir al terror. En Las Leyes, Platón, especialista en truquitos pedagógicos, incluso defiende el vino como gran recurso educativo y precisamente por esta razón: porque hace callar a los jóvenes, que saben poco y hablan mucho, y hace hablar a los viejos, que tienen mucho que enseñar y que se mantienen, sin embargo, en general reservados. No se puede trabajar y pensar, no se puede mirar y comer; tampoco se puede hablar y escuchar al mismo tiempo. En el silencio ocurren cosas y, si uno tiende el oído y al otro lado no habla el Padre ni el Policía ni el Cura ni el Vendedor de Chocolatinas, uno se va volviendo poco a poco, a trancas y barrancas, mayor de edad. “Escuchar con atención” es lo que se llama estrictamente “obediencia” (ob-audire) y “mirar con consideración” es lo que propiamente se llama “respeto” (respicere). Obediencia y respeto es lo que exigen la libertad, el amor, las matemáticas, la memoria, la democracia, el razonamiento. Una de las canciones de Control Remoto que configuran el proyecto Jaula 13 se llama precisamente “Llamado a la obediencia” y su espíritu es infinitamente más rebelde y valiente (“un par de hostias te vendrían bien pero nadie sale en tu defensa”) que toda la cocaína del mundo.
El conocimiento, pues, es una cuestión de buenos modales: de que haya un lugar propio para la escucha atenta y el mirar considerado. Pero los buenos modales, definidos como la regulación rigurosa del espacio-tiempo, son incompatibles con el mercado. La escuela -apenas nacida- está empezando a dejar de existir como lugar de silencio público. En el año 2008 Maurizio Carlotti, vicepresidente de Antena 3, explicaba sin complejos la naturaleza de su trabajo: “La televisión comercial está hecha para vender publicidad. Consecuentemente los programas sirven para captar el público adecuado para los anunciantes. Yo soy un vendedor de público”. Lo mismo pasa con la escuela. El asalto feroz contra la enseñanza pública ha convertido el conocimiento en un asunto de compra-venta de niños y jóvenes en un mercado que no cuenta con ellos para nada, salvo como consumidores inmediatos. La reciente decisión de Berlusconi de permitir la publicidad en los pupitres de los colegios italianos es un gesto de descortesía radical revelador de esa confusión de lugares que impide justamente que tengan lugar las cosas. Si “religión” significa el establecimiento de un espacio y un tiempo propio para cada cosa, lo “religioso” es precisamente dejar fuera de las aulas, al mismo tiempo, el crucifijo y el Banco de Santander.
Pero, ¿qué pintan los profesores en un centro de compra-venta de niños y jóvenes? ¿Cómo impondrán silencio allí donde la autoridad espacial ha sido brutalmente erosionada desde el exterior? ¿Por el terror? Está la tentación de abandonar la pelea, de ceder a la evidencia de que no se puede detener un tsunami con un paraguas, de que nada de lo que se haga tendrá jamás lugar en ningún sitio. De dejarse llevar, en definitiva, por los malos modales dominantes. O se puede intentar con Jaula 13, el proyecto que se presenta aquí esta tarde y que pretende enseñar a los dóciles un poco de obediencia, fecundar en los sumisos un poco de respeto. No sé qué aplicación práctica puede tener en las aulas, pero constituye en sí mismo un bellisimo, ambiciosísimo y -si se me permite la expresión- astutísimo trabajo, muy riguroso y muy innovador, que se ciñe al mundo realmente existente (con todos sus límites) sin hacer concesiones fáciles ni prestidigitaciones pedagógicas. Platón era astuto. Mientras despotricaba contra la poesía y los mitos, usaba la poesía y los mitos para disolver las sombras en la luz. En este sentido, Jaula 13 es un proyecto estrictamente platónico: las notas a pie de página de las canciones de Control Remoto, abiertamente cavernícolas, son en realidad enlaces fuera de la caverna: hacia Boecio, hacia Spinoza, hacia el propio Platón, hacia el silencio público en el que las mentes comienzan a hacer ruido. “Ver, oír y pensar a voz en grito”, dice una de las letras. De eso se trata: de que los ciegos recuperen los brazos; de que los sordos vuelvan a andar.