Fonte: Blog de Manuel Delgado
La foto es de Patricia Rodriguez |
EL ESPACIO PÚBLICO CONTRA LA CALLE
Manuel Delgado
¿Qué
entendemos hoy por espacio público? Consideremos tres de sus acepciones
posibles. La definición que designaríamos como A entendería espacio
público como escenario de y para las “relaciones públicas” o “en
público”, un tipo específico de vida social en el que los concurrentes
se someten a las iniciativas y juicios ajenos y conforman
configuraciones transitorias, pero estratégicas, protagonizadas en buena
parte por desconocidos totales o relativos, en un régimen de
visibilidad generalizada. Ese es el valor que tiene espacio público en
la tradición interaccionista y microsociológica, tal y como la encarnan
autores que heredan el interés de Simmel y la Escuela de Chicago por la
situación como unidad de análisis, como Erving Goffman, John y Lyn
Lofland o Isaac Joseph, por hacer referencia sólo a algunos autores. Ese
espacio no es tanto un lugar como un “tener lugar”, un proceso ni
finalista ni finalizado de apropiaciones innumerables y en buena medida
reguladas endógenamente, concreción del concepto kantiano de espacio
como “posibilidad de juntar”. Ese espacio no está antes, sino luego de
los usos que lo recorren y los acaeceres que no deja de registrar. En el
plano empírico, se asociaría con la calle, la plaza y otros escenarios
análogos, espacios colectivos por antonomasia en los que nos es dado
contemplar lo social “manos a la obra”, es decir el interminable trabajo
de lo social sobre sí mismo, haciéndose y deshaciéndose sin descanso.
En paralelo,
espacio público tiene otro sentido en manos de la filosofía política,
que lo entiende como una categoría abstracta derivada de la noción
ilustrada de publicidad, esfera ideal para la coexistencia pacífica de
lo heterogéneo de la sociedad, ámbito de y para el libre acuerdo entre
seres autónomos y emancipados que se vinculan a partir de pactos
reflexivos permanentemente reactualizados, individuos libres e iguales
que critican, valoran y fiscalizan los poderes políticos, al mismo
tiempo que se entienden a partir de su capacidad para argumentar y
pactar entre sí. Ese ámbito es aquel en el que se despliegan los
principios éticos de la civilidad, la ciudadanía y demás virtudes en que
funda su posibilidad la democracia igualitaria y que surge como
consecuencia de determinados cambios en la estructura de las relaciones
políticas que se produce en el siglo XVIII. Los autores de referencia
aquí serían Hannah Arendt, Reinhardt Koselleck y Jürgen Habermas, para
quienes el espacio público seria sobre todo un dominio teórico al que no
cabe atribuir una especialización concreta. Esa sería la definición B.
Tendríamos
una tercera acepción a considerar aquí: la C, el espacio público como
espacio de titularidad pública, conjunto de elementos inmuebles y
arquitectónicos sometidos a la administración del Estado, que debe
garantizar su accesibilidad para todos sin excepción, para lo cual
legisla y normativiza a propósito de las buenas prácticas que legitiman
su disfrute, lo protegen del interés privado y cuidan de su
conservación. Desde esa perspectiva espacio público son la plaza, la
calle, el parque, la playa y otros vacíos urbanos, pero también
contenedores institucionales, gestores, culturales, educativos,
sociales, etc. En España el espacio público está definido y regulado por
la Ley 9 de 1989 y por al artículo 2 del Decreto 1504/98, así como por
normativas municipales que se presentan habitualmente como “de
ciudadanía” o “de civilidad”, destinadas a establecer cuáles son sus
usos adecuados y aceptables y cuáles deben ser objeto de sanción. De esa
acepción se deriva también el concepto penal de “orden público”, cuya
alteración conlleva consecuencias penales.
Lo
interesante es constatar como la incorporación en las tres últimas
décadas –y no mucho más allá– del concepto de espacio público al
discurso teórico y la práctica profesional de urbanistas y arquitectos
ha implicado una suerte de sobreposición o confusión entre el espacio
hiperconcreto A –la calle y la plaza como quintaesencia del espacio
social– y el espacio metafísico B, asociado al proyecto republicano de
sociedad civil. La realización de esa síntesis es una misión asignada
por los detentadores del espacio legal C –la administración política y
las elites cuyos intereses económicos y de legitimación simbólica
ejecuta– en orden a elevar el tono moral de los territorios urbanos de
su propiedad, crecientemente puestos a la venta como suelo o como
paisaje. Todo ello enmarcado en las grandes dinámicas de gentrificación,
terciarización y tematización que están viviendo las ciudades
contemporáneas, procesos cuyo arranque coincide precisamente con la
irrupción con fuerza de la noción de espacio público en los enunciados
discursivos urbanísticos y arquitectónicos que han acompañado las
intervenciones sobre huecos urbanos.
El diseño de
ciudades desde la arquitectura y el urbanismo recibe de la polis el
encargo de caracterizar, diferenciar y calificar no sólo formalmente un
determinado territorio, sino también ética e incluso jurídicamente. En
este caso, de lo que se ha tratado es de asignar una plusvalía
simbólica, un valor de alguna manera superior, a los espacios urbanos,
en el sentido de los espacios de y para lo urbano, rescatándolos de su
opacidad crónica, redimiéndolos de lo tenían de paradójico,
contradictorio, fragmentario… Objetivo: convertir lo que era –la maraña
autogestionada de aconteceres que conoce la calle– en lo que debía ser,
esto es la sustantivización espacial de los ideales del igualitarismo
democrático oficial esa noción de espacio público como marco de y para
lo social no como estructura, sino como proceso permanente e inacabado
de estructuración es casi lo contrario de aquella otra que se empeña en
realizar empíricamente lo que no puede ser más que una quimera, el
sueño imposible de una confiada clase media universal que desearía vivir
en un mundo todo él hecho de consensos negociados y de intercambios
comunicacionales puros entre seres libres, iguales y responsables.
El espacio
público A –la calle, la plaza– no es el mero resultado de una
determinada morfología, sino ante todo de una articulación de cualidades
sensibles que resultan de las operaciones prácticas y las
esquematizaciones tempo-espaciales en vivo que procuran sus usuarios. En
ese espacio el conflicto es un ingrediente casi consustancial. Es más:
vive de él, se alimenta de lo mismo que no deja nunca de alterarlo. En
el espacio público B, en cambio, el conflicto es inconcebible, puesto
que existe para negar y mostrar como monstruosa su mera insinuación. En
él sólo caben aquellos que estén en condiciones de confirmar la ficción
de un terreno neutral en el que segmentos sociales con identidades e
intereses incompatibles han decretado una tregua indefinida en sus
luchas.
La operación
proyectual en “espacios públicos de calidad” no hace sino brindar un
nuevo vehículo de expresión y actuación a la antigua agorafobia de los
poderes, siempre ávidos por domeñar lo urbano como máquina azarosa e
imprevisible, siempre predispuesta al desacato, nunca plenamente
gobernable. Se sabe que una ciudad sólo puede ser puesta a la venta si
se ha sido capaz de pacificarla antes, de demostrar que está dispuesta a
someterse y obedecer. Para ello ha sido dispuesto ese nuevo artefacto
categorial que es el “espacio público”, del que políticos y filósofos
brindan la ideología y al servicio del cual, en orden a su reificación
física como lugar, los diseñadores de ciudad conciben formas, imponen
jerarquías, distribuyen significados, determinan o creen determinar
usos. Pero, indiferente a teorías, planos y planes, a ras de suelo,
afuera, mientras tanto, nada puede impedir que continúen multiplicándose
los trasiegos y entrecruzamientos infinitos de cuerpos y miradas, el
merodeo de las multitudes, la amenaza de lo inconstante, todo aquello
que hasta no hace mucho nos atrevíamos a llamar sencillamente la calle.
Sem comentários:
Enviar um comentário